miércoles, 1 de marzo de 2017

Donde habite el olvido// en los vastos jardines sin aurora ... 



Esa lacerante herida.


Todos tenemos paisajes que marcan nuestra infancia y la definen; hay quienes tienen  en su alma las marcas propias del ámbito rural: sus colores, les caleyes, sus caminos  con  los senderos  que sirven de atayos para llegar a casa antes de oscurecer.  Otros, por el contrario, más hijos del asfalto, llevan en su alma nombres de calles y plazas.  Sin embargo,  entre ambos hay un punto de encuentro que es el cultivo de la inteligencia. La misma que nos sirve para añadir años a la vida o la que nos ayuda a poner vida a los años mediante la educación y la cultura, únicos para  diferenciar clases sociales. Sea como sea, si por avatares  nuestras vidas son en  espacios distintos a los de nuestra infancia, siempre hay un regreso. Sobre el último a la tierra mía, donde el mundo tiene nombres que balbucearon hace cientos de años quienes se asentaron en ellas, encontramos propiedades que cambiaron de dueño. Observamos que los matorrales cercan a los pueblos y que los accesos a las fincas mejoraron  tanto que los tractores llegan donde nuestros abuelos apenas se sostenían con les madreñes. También podemos decir que percibimos un despoblamiento  dramático aunque suavizadas las consecuencias  por la abundante maquinaria agrícola que no impide, por otra parte, que  nuestras aldeas sean  el moridero de hombres al que se refiere  G.Márquez; y con otra característica: hay tantos árboles que los pájaros, al amanecer, son  como  un impertinente despertador. Es decir, todo muy idílico hasta que, en carretera hacia una casería, nos encontramos con esa lacerante herida,  ya convertida por el tiempo  en lacra ponzoñosa, que son las ruinas de aquellas minas que tantos beneficios, sin responsabilidades, generaron a sus dueños; y que después de la feroz explotación,  por cuestiones de mercado, abandonaron todo, incluidos los residuos minerales que todavía siguen vivitos y coleando pese a los setenta años transcurridos, sin importar a nadie que el profesor G. Claverol escriba un libro y artículos, en la actualidad, sobre las consecuencias de los mismos;  aquí nadie se da por enterado para curar esta herida  medioambiental, con categoría de lacra:  los responsables aplican la formula común a  cualquier problema que tengan entre manos;  la que tiene como base, el olvido. Y como el tiempo pasa y retorna siempre con falsas promesas, con el libro en la mano que se titula Primavera silenciosa de Rachel Carson,  propongo,  a mis acompañantes, declarar, previa publicación en el BOPA, los terrenos de la Soterraña  como Monumento Regional contra la ineficacia y la indolencia  de los políticos que durante setenta años no ejercieron sus responsabilidades. Si leyeran este libro que en tiempo les  regalaremos, sabrían bastante de la relación del arsénico con el cáncer y con  las aguas residuales; es más, talmente parece que sus diecisiete capítulos tienen como campo de trabajo esta lacra que nadie se  preocupa de curar. Porque, entre tantas ocurrencias como tienen, ni siquiera  piensan en  reforestar los alrededores para que los pájaros vuelvan a cantar. Desconocen, tal vez,   que lo mismo que en los alrededores de los campos de exterminio nazi no había pájaros, según cuenta Semprún,  aquí  tampoco  pero sin judíos. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario